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Rafael García Artiles

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Leyendas de Granada: María de la Miel

 

Durante una larga temporada de mi vida residí en Granada. Es allí donde mi labor como escritor se afianzó como una de mis herramientas creativas más valiosas. En esos años escribí relatos sobre calles de Granada. Investigaba la historia que había detrás de sus nombres y con esa información yo contaba mi propia versión de los hechos.

Esta historia es la de la calle María de la Miel, y la suya es una leyenda de moros y cristianos de lo más tradicional. Aquí mi visión menos tradicional, pero, porque no, plausible, de lo que ocurrió.

Recuerdo perfectamente aquellos días en los que toda mi vida cobró sentido. Todas las mañanas, me quedaba mirándola fijamente a los ojos, a su serenidad, a su sabiduría, a su melancolía, al secreto que se ocultaba en el instante que me retiraba la mirada, a sus arrugas repletas de historias, a los mapas que sobre su piel dibujaban las manchas de la vejez. A sus manos ajadas y pétreas, manejando y seleccionando aquellas olorosas hojas y mágicas hierbas. Al rítmico y ya casi involuntario machacar en el mortero. Al sonido del silencioso rezo que concluía el rito y otorgaba de aura a aquella misteriosa poción.
Largo tiempo estuvimos vertiéndola en el pozo del palacete del señor Almanzor. La poción era tan olorosa que hacía daño solo de acercarla a la nariz, y tan dulce que hacía que la boca se empastase con una sola gota. La poción tenía la misión de purificar el agua y disimular el acre sabor de los cuerpos en descomposición. Pues, en el fondo del pozo, hacía ya siete días que yacían los que fueron mis señores, Selam Almanzor, el moro, y don Fadrique de Saavedra, un hijodalgo, y cristiano viejo de mi ciudad natal, Zahara, que está allá, en la húmeda sierra de Grazalema.
De cómo llegaron a ese pozo no habrá más historia que la que aquí os cuento, y que no transcenderá más allá de estos papeles. De por qué sus aguas saben dulces como la miel existe una historia que se llama los “Jazmines milagrosos”, y que cuenta cómo el gallardo Don Fadrique de Saavedra me rescató de las manos del moro enamorado de mi castellana belleza y mi cristiana serenidad. Una historia mucho más creíble, por su cristiano romanticismo, que la que a continuación os voy a contar. Que es, ante todo, mi historia y la de ella.
En mis recuerdos siempre estuvo ahí y, según mis padres, llegó después de nacida yo. Ella nunca habló de su procedencia y mis padres tampoco, pero corría el rumor de que vino del lejano oriente, y de que era bruja. Desde luego sus rasgos no eran parecidos a los de nadie que hubiera conocido, ni siquiera, a pesar de lo moreno de su tez, se le podía emparentar con el enemigo moro. Con todo esto, nunca fueron extraños para mí, ni sus rasgos, ni su amable presencia.
Protectora de mi vida, de mis aprendizajes y de mi salud. Cuando alguna enfermedad me atacaba, ya fuera a esa parte de mi ser a la que cristianos y moros llaman alma, o fuera mi cuerpo el afligido, ella tenía un remedio que me daba sin que nadie supiera. Muchas de mis noches las veló rezando, a escondidas, al pie de mi cama, pequeños y silenciosos cánticos que apaciguaban mi espíritu.
Pasó un día que una de las criadas la encontró velándome con esos extraños cánticos. Armó tanto revuelo que todos despertaron, y mi padre, asustado, bajó en camisón blandiendo la espada de mi abuelo. A punto estuvo de matarla allí mismo, y fue justo en el momento en que mi padre bajaba la espada sobre su cabeza que ella la giró y lo miró directamente a los ojos. Y todo se congeló, y la espada pareció derretirse junto con mi padre, que cayó al suelo desapareciendo entre los pliegues de su camisón. Solo un penoso llanto daba noticias de que mi padre estaba entre aquellas telas. Ella, que quedó de rodillas a su lado, lo abrazó, y el llanto paró y dio paso al suspiro, un suspiro que nunca escuché a mi padre, ni antes, ni después. Un suspiro lleno de paz.
Y fue mi madre la última en entrar, y la última en salir. Me miró como nunca miraría una madre. Después de aquello le fue prohibido a mi cuidadora acercarse a mí. De esto hace ya como diez años, y no volví a encontrarme con ella hasta hace un par de Lunas. El mismo día que se celebraba San Juan.
Ocurrió días antes del solsticio de verano, a poco de tener la condición para ser mujer casadera, a poco del aniversario de mi nacimiento. Tuve un sueño que comenzaba con ella hablando en una lengua extraña, decía: kvla xekan achawal amuy ta antv. Y lo repetía hasta el infinito mientras un paisaje helado lo rodeaba todo. En medio del paisaje se alzaba un gran árbol, de hojas alargadas y fuertes como las del laurel. Y cada una de sus ramas coronadas con un ramillete de flores blancas. Todo a su alrededor nevado, pero no el árbol. Todo de repente en llamas, pero no el árbol. Una multitud bailando a su alrededor y el árbol susurrando sonidos y ritmos, y canciones desconocidas, y trances, y despertares… y el Sol inaugurando un nuevo tiempo, y su cara de nuevo, y sus extraños decires de nuevo… kvla xekan achawal amuy ta antv…
Me desperté con estas palabras en la boca, en estado febril y rodeada del montón de gente extraña que siempre había sido mi familia.
Tres días estuve en cama siendo vigilada por esa extraña que era mi madre, que ya andaba desesperada y no sabía ya a qué santo rezar. Durante esos tres días, pasaron todos los médicos de la ciudad, y todos sus hombres santos. Pero nada me sacaba de mis fiebres, que me mantenían dando vueltas alrededor del gran árbol recitando extrañas palabras. Y fue al tercer día que mi padre entró en la habitación y sacó a mi madre a rastras de allí. Al momento entró ella, y pronuncié su nombre, y lo escuché de boca de mi padre también, y a los dos nos pareció que era la primera palabra que pronunciábamos en nuestra vida. Yankuray.
Estando aún yo un poco débil, Yankuray me sacó de la casa, y me llevó a lo más profundo de un bosque cercano. Llegamos hasta un muro de piedra. Esta era especialmente blanca, más de lo normal para la piedra caliza que abunda por estas tierras. Recorrimos el muro unos pocos metros hasta encontrar una enorme grieta que se perdía hacia arriba entre las copas de los árboles. Me dijo que entrara por ella, y así lo hice. Caminé unos pocos pasos en la oscuridad, pero enseguida apareció la luz. Salí a un claro, y en mitad del claro el enorme árbol de mis sueños. Mientras ella me seguía, fui cansadamente hacia él. Acaricié su liso y gris tronco, olí el aroma de sus blancas flores que me recordaron al dulce sabor de la canela. Me dejé caer apoyada en su tronco, y ahí quedé. La miré a los ojos, y ella, señalándome el árbol, dijo:
—Foye.
Y supe que era el nombre del árbol, y que era sagrado para ella, y para mí.
A mi alrededor todo tipo de plantas extrañas pero cuyos aromas me eran familiares. Aquel era el jardín de Yankuray, el lugar donde plantó las semillas que trajo de su lejana tierra, y de donde sacaba los ingredientes para todos sus remedios.
Y fue al pie de ese árbol que mi sueño se hizo realidad. Yankuray pronunció las palabras en esa lengua extraña, kvla xekan achawal amuy ta antv… y luego las pronunció en castellano, y me resultaron igual de extrañas… tres pasos de gallina avanzó el Sol…
Yankuray hizo sonar su kultrun sagrado, y sobre él sonaron las agudas kaskawillas, y el bitonal sonido de las flautas pifilkas. Y todo se llenó de gente, todos con los rasgos de Yankuray, con sus miradas rasgadas y melancólicas, sus sonrisas permanentes, sus altivos pómulos, los marcos ovalados de sus caras y sus negros y lacios cabellos. Celebrábamos que comenzaba el año, que a partir de hoy los días serían más largos, celebrábamos mi renacer. Ya no sería más María Hinestrosa, a partir de ese día sería Alliwe, hija de un pueblo para los que a partir de la noche de San Juan, los días en vez de ser más cortos comenzaban a ser más largos, y daban paso al invierno, y el nuevo año. Un pueblo para los que la armonía con el entorno era su única forma de vida. Un pueblo que no aparecía en ningún libro o documento cristiano y del que no sabía nada, pero que llevaba muy dentro de mí.
Y con el árbol y las ensoñaciones y los rezos y las danzas, nos amaneció.
Y regresamos a Zahara.
Al salir del bosque vimos las columnas de humo y escuchamos los gritos y alarmas. Yankuray intentó evitarlo, pero no pudo. Salí corriendo hacia la ciudad. Sus puertas habían caído, y de aquí para allá corrían los moros a lomos de sus caballos. Y fue que entre toda esa confusión recibí un golpe.
Cuando abrí los ojos estaba rodeada de blanco y dorado, sumergida en un mar de sedas que reconocí como de tierras granadinas. Había sido raptada y llevada a Granada, al palacete del que debía ser un gran señor. Alcé la cabeza y me encontré con la apaciguadora mirada de Yankuray. Pero una presencia me perturbó detrás de ella, y poco tardé en encontrarme con aquellos jóvenes e intensos ojos. Nunca antes mi mirada se había cruzado con la mirada de un moro, pero algo me habían contado de ella. Y reconocí la intransigencia, el deseo desbordado, pero no la maldad y la falta de humanidad de la que tanto había oído hablar. Algo parecido había visto en la mirada de don Fadrique de Saavedra el día que, aun siendo yo niña, mis padres me prometieron a él. Los dos tenían la mirada del deseo complacido, del que se sabe dueño y señor de aquello que anhela y solo está a un paso de satisfacerlo.
Pero yo no deseaba a ninguno, mi corazón andaba ocupado descubriendo otras cosas hermosas. Así que cuando Almanzor reclamó mi persona para él, Yankuray, conocedora en mi silencio, de mis sentimientos de rechazo hacia ambos, puso por excusa al moro, que yo andaba prometida a un poderoso cristiano viejo, y que imposible era nuestra unión mientras él siguiera vivo. El moro, enfadado y confuso, marchó del palacete. No volvería hasta pasados unos días.
Fueron aquellos días muy hermosos. Habitando aquella hermosa cárcel granadina que era el palacete del señor Almanzor, mi raptor.
Yankuray pasaba el tiempo compartiendo conocimientos con un viejo sabio que solía venir al palacete, y que mucho sabía de la botánica de aquella tierra. Después compartía conmigo esos descubrimientos y algunos de los secretos de su pueblo, y de otros pueblos que había conocido en sus largos viajes.
El día que Almanzor regresó lo hizo con gran ruido. Hizo salir a todos del palacete menos a mí. Arrastraba con él nuevos tesoros, y también el cuerpo maltratado pero aún vivo de Fadrique de Saavedra.
Esta fue la respuesta de Almanzor a las pegas de Yankuray: Si el hecho de que don Fadrique de Saavedra estuviera vivo era lo único que se interponía entre nosotros, él mataría a don Fadrique de Saavedra. Y lo haría delante de mí, para que no hubiera duda. Delante de mí le rajaría la garganta, con tan mala suerte que al hacerlo caería dentro del pozo. Y pasaría también que al asomarse al pozo e intentar atrapar el cuerpo en su caída, Yankuray, que se había ocultado entre las sombras, lo empujaría, cayendo este también al fondo de aquel pozo y partiéndose el cuello contra sus paredes.
Lo más increíble de todo es que por ahí seguirían contando las hazañas de don Fadrique y de Almanzor como si estuvieran vivos. Y en esas historias yo me casaría con don Fadrique, que por obra divina rejuvenecería y conquistaría mi corazón, y que me rescataría de manos del moro montando un blanco corcel, entre nieblas mágicas de jazmines y ayuda de alcahuetas. Estas eran las historias que Yankuray regalaría el necesitado imaginario de moros y cristianos.
La realidad es que yo estaba allí, volcando aquella pócima en el pozo del palacete que habíamos conquistado. Miré el fondo, y allí seguían los dos cuerpos. Y por encima de ellos mi reflejo sobre el agua. Mi cara ovalada, mis cabellos lacios y negros, los ojos rasgados, pero azules como los de mi padre. Volví mi mirada hacia Yankuray. Allí estaba esa gran mujer, pequeña, de mirada amable y melancólica. Quién diría que esa mujer fuera capaz de hacer morir a esos dos grandes hombres, y luego hacer creer a todo el mundo que seguían vivos. Sin duda aquella mujer era una bruja, y es muy posible que tuviera que irse de su tierra por ese poder que tenía. Pero aquella bruja me protegía y me enseñaba, y aunque sintiera cierto miedo por esa parte perversa de su ser, no podía evitar quererla y admirarla, porque su perversidad no era mayor que la que nos rodeaba en este mundo de hombres.
Terminaría sus días en la ciudad de Granada, viviendo cómodamente en el gran palacete. De cómo se las ingenió para mantener la gran mentira se podría escribir un gran libro y aun así seguiría pareciendo imposible. Un día le pregunté dónde estaba la tierra de donde venía. Señalando al noreste me dijo que de allí venía. Señalando al suroeste me dijo que allí estaba su tierra. Ante mi expresión de confusión cogió un pedazo de barro y lo amasó hasta formar una esfera. Señaló donde estábamos nosotros y luego donde estaba su tierra. Con una ramita trazó en el barro el camino que había hecho para llegar aquí. En vez de trazar una línea recta entre los dos puntos, su camino se desplazó primero hacia arriba, después hacia la izquierda hasta que finalmente llegó a donde había indicado que estábamos ahora.
Sin duda Yankuray era una bruja poderosa, había convertido el mundo en una esfera solo para poder moverse libremente por él. Un mundo en el que retroceder no significaba abandonar tu destino, sino tomar un camino distinto para llegar a él.

 

 

Este relato pertenece a una publicación llamada FATUM, un híbrido entre un recopilatorio de relatos sobre calles de Granada y una biografía llena de ensoñaciones. El acceso esta obra es complejo, pero quizás sin contactas con su escritor puedas hacerte con una copia.

Escrito por Rafael García Artiles en Granada en el 2015

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