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Rafael García Artiles

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Cuatro Vientos: Segundo viento, placer.

Como recién nacido busqué la calidez de un pecho donde alimentarme, donde cobijarme y donde aprender. Y me encontré con el pecho de la Nefertiti de cartón piedra de la que me enamoré recitando poemas en una de esas veces que anduve perdido por un desierto. Pero ya no era más de cartón piedra, dejó de ser platónico atrezo y se convirtió en la única de las pieles, en poderosa voz. Mamé la blanca leche del negro pecho mientras me susurraba canciones e historias de más allá del inicio de los tiempos, casi historias del futuro. Supe de mí, de ella y de los secretos sin descifrar de la vida y de la muerte, aunque solo supe, no descifré. Y allí dormí, sobre su cálido pecho, arrullado por sus cantos de sincopado ritmo.

Soñé con aquellos secretos y con sus respuestas. Y el sueño terminó a una orden suya: fica pelado. Y desperté sobre un campo de olvido pleno de amapolas blancas, desnudo de vestido y de respuestas. Me levanté y giré sobre mí mismo, y todo a mí alrededor era el mismo campo, infinito, de amapolas blancas, que se recortaba perfecto en el horizonte en su oposición al cielo, azul, límpido y luminoso.

Miré mis pies, descalzos, aplastando aquellas amapolas. Levanté uno de esos pies, y las amapolas aplastadas volvieron a su posición, erguidas y saludables. Me acordé de la Nefertiti de cartón piedra y el corazón se me encogió enamorado, pero mi mente, rápida fue al recuerdo de la Nefertiti de piel negra y blanca leche, y me urgió el deseo de encontrarla.

Pero ¿qué dirección tomar?… cuantas veces me hice ya esta pregunta… cuantas más veces me la tendré que hacer.

Las amapolas tenían que saber, su lividez solo podía venir de la leche de la negra Nefertiti, y sus raíces deberían estar orientadas hacia ella. Así que tomé una entre mis manos y con cuidado la fui arrancando de la tierra, y digo: con cuidado. Como si fuera posible arrancar algo de la tierra y ser cuidadoso a la vez.

Su raíz salía, como esperaba, tomando un rumbo, lo inesperado es que no terminaba de salir. Y tiré y tiré, desenterrando aquella raíz que se volvía camino. La fui enredando alrededor de mi cuerpo, desnudo, tejiendo una nueva piel. Y así, llegué hasta ella, engalanado de raíz de olvido, con una amapola blanca que se alimentaba de mis sentidos. Y me convertí en la ofrenda a lo sagrado. Y su sagrado me devoró, me digirió, me transformó.

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