Son cuatro los vientos que mueven mi vida: el que me empuja a lo desconocido, el que me susurra placer, el que despeja mis nubes y me trae la luz, y el que siempre me devuelve a casa. Y aunque pudiera dar a parecer que son otros los motivos por los que me muevo, es todo disfraz, sutil apariencia, todo un no querer parecer siempre lo mismo, tan predecible. Esta nueva aventura comenzó con esa vez que prendí fuego a una aulaga con esperanza de que me hablara y llenara mi espíritu de sabiduría, como ya hiciera la bíblica zarza con el prolijo Moisés. Necesitaba saber qué hacer con mi vida, porque estaba que no estaba, a pesar de que todo me iba rodado.
Mi vida era la imagen correcta, por su unívoca presencia en nuestras mentes occidentales, pero no era vida, solo un dejar pasar el tiempo con los bolsillos, pequeñitos, llenos.
PRIMER VIENTO: CURIOSIDAD
Busqué esa moiseística zarza en el desierto de mi niñez, allí en el Salobre, al sur de Gran Canaria, donde mi abuelo y mi abuela tenían su finca. Paraje árido de abruptos barrancos, que se regaba, en sus primeros días, con el agua salobre de los pozos que allí enraizan profundos en la tierra. Mangos y naranjos rodearon mis primeros días de trabajo en el campo. Ahora ya, plenos de abandono, son esculturas lignitaceas que cuando la lluvia cae aun regalan algún fruto, homenajeando la vida y sacando los colores a ese mundo que llora cuando queda sin cobertura.
No encontré zarza, y no sé porque esperaba encontrarla allí, jamás las hubo, y por eso es que quemé una aulaga seca, que sí que abundan por allí. Fue prenderle fuego y soplar un desconocido viento del este. Y mala suerte la mía, aquella aulaga que prendí ya no estaba enraizada, así que salió rodando como bola de fuego. Me acordé de Marte, aquella planta esférica, reticulada y cambiante, que me acompañó y me dio de comer aquella vez que me perdí en otro desierto. Lo siguiente que me vino fue el miedo a que se prendiera fuego a todo, pero a continuación me dije: ¿y a qué carajo se le va a prender fuego en este secarral? Me relajé, pero no mucho, aquella aulaga ardiente me debía algunas respuestas, así que salí corriendo tras ella. A su paso iba provocando pequeños incendios, que se apagaban enseguida por el poco combustible que iba encontrando. El viento sopló aun más fuerte y la aulaga aceleró su ardiente rodar. La perdí de vista cuando se coló barranco abajo, por suerte el rastro negro que dejaba hacía fácil que la siguiera. Bajé como pude por las escarpadas paredes de basalto de aquel barranco. Desde niño había jugado en el, saltándome las prohibiciones de los adultos que me rodeaban, a los que aterrorizaba la idea de que me despeñase, y aunque el peligro podía ser real, desde niño fui aprendiendo a leer esa roca, y ha saber donde era seguro agarrar y pisar. El mismo acto de afirmar cada paso lo aprendí saltándome aquellas prohibiciones.
Descendí al fondo de aquel barranco repitiendo los mismos movimientos que de niño aprendí. Mi cuerpo sabía mejor que mi memoria cual era el camino secreto por donde descender sin peligro. El rastro oscuro de la aulaga ardiente se perdía por un recodo del fondo del barranco.
Ya estaba cayendo el Sol y un viento helado vino encañonado hacia mí desde el oeste, el lugar por donde marchó la aulaga. El negro rojizo de las paredes de basalto comenzó a vibrar como fuego petreo. La aulaga habría encontrado algo más grande que ella misma para quemar.
Avancé por el pedregoso suelo, sintiendo aquel viento helado calándome hasta los huesos. Al doblar la esquina me encontré con una impresionante estampa. Todo ardía, incluso la roca volcánica, pero nada quemaba. Solo hacía un incómodo frío, pero no insoportable. Al fondo vi la aulaga ardiente, y detrás suya una enorme pared de fuego que cerraba el barranco. En lo alto de las paredes que franqueaban ese barranco se erguían hieráticas un montón de palomas blancas con las alas extendidas, congeladas en el gesto de arrancar a volar, en un abrazo eterno a lo inmatérico. Yo también estaba envuelto en las llamas del fuego frío que lo quemaba todo pero no consumía nada. Y con ese nuevo traje me acerqué a la aulaga ardiente. Ya a los 9 metros se podía sentir su calor abrasador, a los 7 quemaba, a los 5 dolía, a los 3 ardí en palabras.
Yo, que vivía en un fuego gélido
En una comodidad
atormentada, por ser otra cosa.
Que vivía en lo irrechazable
en el sueño hamburguesado
que vivía horatizado, esperando esa tarde libre
que derrochaba en ásperas terrazas
de endurecidos paseos, frente al mar
con una cerveza mal tirada
viendo atardecer desde lo estéril.
La mirada amarga del camarero
recordando, mirando
la arena.
Donde podría estar sentado
viendo ese mismo atardecer
y todos los atardeceres, porque ya,
no tendría horas libres, no existiría el tiempo
ni sueño hamburguesado
carne picada de su, mi propia vida.
La arena, ¿qué es la arena sino todo el tiempo del mundo? Un viaje que no acaba
¿cómo va a ser mejor sentarse en la fría silla sobre el sudor del europeo guiri
que sobre la cálida arena que acarició mil pieles?
Sus historias indescifrables son la utopía que persigo.
Son las palabras que mal, digo.
Las palabras en las que ardí.
Y anochecí ungido en aceites
Y amanecí,
desnudo y fértil.
SEGUNDO VIENTO: PLACER
Como recién nacido busqué la calidez de un pecho donde alimentarme, donde cobijarme y donde aprender. Y me encontré con el pecho de la Nefertiti de cartón piedra de la que me enamoré recitando poemas en una de esas veces que anduve perdido por un desierto. Pero ya no era más de cartón piedra, dejó de ser platónico atrezo y se convirtió en la única de las pieles, en poderosa voz. Mamé la blanca leche del negro pecho mientras me susurraba canciones e historias de más allá del inicio de los tiempos, casi historias del futuro. Supe de mí, de ella y de los secretos sin descifrar de la vida y de la muerte, aunque solo supe, no descifré. Y allí dormí, sobre su cálido pecho, arrullado por sus cantos de sincopado ritmo.
Soñé con aquellos secretos y con sus respuestas. Y el sueño terminó a una orden suya: fica pelado. Y desperté sobre un campo de olvido pleno de amapolas blancas, desnudo de vestido y de respuestas. Me levanté y giré sobre mí mismo, y todo a mí alrededor era el mismo campo, infinito, de amapolas blancas, que se recortaba perfecto en el horizonte en su oposición al cielo, azul, límpido y luminoso.
Miré mis pies, descalzos, aplastando aquellas amapolas. Levanté uno de esos pies, y las amapolas aplastadas volvieron a su posición, erguidas y saludables. Me acordé de la Nefertiti de piel negra y blanca leche, y me urgió el deseo de encontrarla.
Pero ¿qué dirección tomar?… cuántas veces me hice ya esta pregunta… cuántas más veces me la tendré que hacer.
Las amapolas tenían que saber, su lividez solo podía venir de la leche de la negra Nefertiti, y sus raíces deberían estar orientadas hacia ella. Así que tomé una entre mis manos y con cuidado la fui arrancando de la tierra, y digo: con cuidado. Como si fuera posible arrancar algo de la tierra y ser cuidadoso a la vez.
Su raíz salía, como esperaba, tomando un rumbo, lo inesperado es que no terminaba de salir. Y tiré y tiré, desenterrando aquella raíz que se volvía camino. La fui enredando alrededor de mi cuerpo, desnudo, tejiendo una nueva piel. Y así, llegué hasta ella, engalanado de raíz de olvido, con una amapola blanca que se alimentaba de mis sentidos. Y me convertí en la ofrenda a lo sagrado. Y su sagrado me devoró, me digirió, me transformó.
TERCER VIENTO: CALMA QUE SE ARREMOLINA
Se acercaba a mí con sus brazos llenos de mangos. Tan repletos iban que uno escapó, quizás celoso de compartir sus escuetos brazos. Ella paró y miró el mango sobre la roja tierra vestida de brillante verde. Luego observó los mangos abrazados, evaluando el nervioso equilibrio que los sostenían. Vigilándolos, amparándolos con su intensa mirada, se agachó doblando sus rodillas. Movió con cuidado sus brazos para poder liberar el derecho. Sin doblar su espalda estiró el brazo liberado en una búsqueda a tientas del mango caído. Cayeron dos mangos más. Ella se paralizó. Su brazo derecho regresó al abrazo que sostiene. Se irguió con cuidado y me miró fijamente. Continuó su cuidadoso avance.
Evadí la intensidad de su mirada fugando mis ojos a sus brazos. Y me di cuenta de que estos iban menguando, que todo su cuerpo lo hacía…
y los mangos caían…
y ella no detenía su avance, ella se concentraba en lo que podía sostener, y en no apagar el fuego de su mirada.
Mujer, moça, garota… ya menina llegó hasta mí, y me ofreció el hermoso mango naranja que sostenían sus pequeñas manos.
Yo tallé sobre él todas las palabras que pudo juntar mi entendimiento, y tanto fue este entendimiento que al final solo quedó la gran semilla. Sin más palabras, sin más alimento, me tocaba aprender a cultivar aquella promesa de mango. Su mirada, fogosa, enigmática y exigente quedó prendida de mí.
CUARTO VIENTO: LO QUE ME DEVUELVE A CASA
No se si siempre fue así, pero desde que la conocí tuve la certeza de que cada mes de febrero la calima pasa por Canarias.
Ella, Lívia, Nêga, me escribió un poema donde decía que la calima me había llevado hasta ella. Pero se equivocaba.
¿Cómo voy a flotar en la calima si soy hijo del basalto? Duro, suave, quebradizo, rugoso, inquebrantable, sinuoso, frío, picón, ardiente, anguloso, poroso e impenetrable, siempre pesado. ¿Cómo voy a flotar en el cálido viento sahariano si soy pesado? lo que trajo la calima fue a ella, o quizás, la calima sea ella.
Analicemos: la calima te irrita los ojos, te irrita la garganta, tupe tus bronquios,
dificulta el respirar y el ver.
Te hace moverte despacio y mirar más cerca.
Con ella respirar no es mas un automatismo.
La calima mancha todo disfraz de carnaval, el elaborado, el comprado, el de lujo, el alquilado, el apañado, el original, el de cada año, el de moda, el del que no se disfraza y ese año decide ser quien cree que es en realidad. La calima no hace distinciones, mancha todo disfraz.
La calima manchará tus ventanas justo después de limpiarlas, y tu coche, y tu pelo y tus zapatos, los nuevos y los viejos. La calima no hace distinciones, porque está por encima de las vidas frugales.
La calima erosiona el basalto con caricias de milenio. Nutre el suelo del paraíso.
Y cuando en marzo lleguen las lluvias se embarrarán las ventanas, los coches, los disfraces, los zapatos, las calles, algunos ánimos que no saben de la vida y solo quieren sol abrasador.
Y la isla se teñirá de verde
Y entonces, nadie recordará la calima, la gran propiciadora, la que nutre el paraíso con las esencias del Sahara, la que nos vela el sol para que lo miremos directamente mientras nos hacemos conscientes de nuestra respiración, de que estamos vivos.
Vino a mi un mes de febrero de densa calima en Las Palmas, y se fue un mes de marzo entre lluvias tropicales en Juiz de Fora.
Su memoria es calima que me dificulta respirar, que me nutre y que me permite mirar al sol directamente, un recordatorio de que estoy vivo.
La calima es ella, Lívia en su principio, Nêga para siempre.