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Rafael García Artiles

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Acto 2. PRECIPICIO 

Me gusta caminar al borde de los precipicios, si al mirar por el borde del precipicio me da vértigo es porque me encuentro emocionalmente bien, entonces camino al borde pero como cayéndome hacia el lado contrario del precipicio, como queriendo irme de allí. Ahora, si emocionalmente estoy mal, camino con naturalidad por ese borde, disfrutando del paseo. Y camino y camino hasta que, o me da vértigo, o me dan ganas de saltar y volar un rato. Entonces me pongo a escribir, porque volar no puedo, no de esa manera que me gustaría. Es por eso principalmente que escribo, y también por eso no me llamo escritor, porque no quiero que nadie me diga que como escritor tengo que escribir más, como ocho horas al día. No, váyanse al carajo, yo no soy escritor, ni tampoco soy artista, solo es que me gusta arrancarme la costra de las heridas, y me explico:
Una de las cosas que hago cuando camino por ese borde es tantear los trozos de ese borde que parecen a punto de desprenderse. Primero los golpeo ligeramente con la punta de mi pie, si veo que va aguantando, pongo más parte de mi cuerpo sobre ese pedazo de borde, llegando incluso a saltar con vehemencia sobre él. Mis descalzos pies han desarrollado la habilidad de sentir el estado estructural de ese pedazo de suelo, y cuando sienten que está al borde de independizarse del resto de la sólida tierra y emprender su vuelo, me avisan con un ligero y adrenalítico cosquilleo en la nuca, recordándome que yo no quiero volar como una pesada roca. Es en ese momento que salto lejos del borde del precipicio, hacia tierra firme claro. Reducida la adrenalina y recuperada la calma, continúo mi camino por el borde limpiándolo de suelo dudoso. Esto, más que una obligación es una pulsión, como esa de arrancarse la costra de las heridas.
El borde por el que camino ahora pertenece a un profundo barranco del desierto por el que ando perdido estos días. Días de los que no llevo cuenta porque no está en mi mano, se me acabaron los dedos. En uno de estos arrancar costras al borde del precipicio estoy, cuando ante mi aparece aquel saliente en el borde. Mide como dos metros de largo y apenas cuarenta centímetros de ancho en casi toda su longitud, excepto en el extremo, donde se abre una amplia península sobre la que hay una hermosa planta de Venus, totalmente coronada de flores. Miro a mi Marte, que a la falta de viento se deja arrastrar por mí con total mansedumbre, aun le queda mucho día hasta que derrame agua sobre él, y pase a convertirse en la florida Venus que llena de fragancia mis sueños, y me da de comer a la mañana. La Venus de aquel saliente debe tener algún tipo de suministro permanente de agua para poder estar tan espléndida de forma tan perenne, y lo que se me hace más extraño, haber decidido cambiar su, dejarse llevar por el viento, por un estático enraizamiento. Si esa Venus vio que era buen lugar para abandonar su otra vida como Marte, seguro sería bueno también para mí asentarme cerca de aquí.
Pero hay que llegar hasta ella, y eso es complicado y bastante peligroso. No necesito pisar ese estrecho istmo, para saber que se deshará bajo mis pies, y que terminaría volando de aquella manera tan poco estilosa de los pedazos de tierra que desprendía del borde en mí obsesa labor de limpieza.
Pero es tan maravillosa la promesa, que tengo que encontrar la manera de llegar a ella. Y así comienzo la labor mental de proyectar un sistema puéntico que me lleve allí. Las ideas que barajo son las siguientes: 1) saltar fuerte, 2) Un complejo sistema estructural compuesto por un aglomerado de Martes, Agüitas y tierra. 3) Comenzar un viaje en busca de un barquero del abismo que me cruce hasta aquella península de Venus.
La primera opción, es cuestión de práctica, aunque cuento con varios factores incontrolables por mi parte y que tienen que ver con la consistencia de la península y su capacidad de asumir la energía generada por tremendo impulso de mi cuerpo. La segunda tiene el riesgo de que mi conocimiento sobre estructuras es meramente intuitivo, y eso, no garantiza nada. Y la tercera tiene el gran inconveniente de que el barquero del abismo es una figura que se acababa de inventar mi imaginación, lo que no quiere decir que no exista, pero tampoco me asegura esa existencia. Aunque la experiencia me dicta que si soy capaz de imaginarlo, a lo mejor no es exactamente eso, pero si algo parecido lo que existe, porque mi imaginación no crea de la nada, solo se limita a enlazar los conocimientos dispersos que tengo de este mundo.
— Para Rafael, deja de divagar, el día se está acabando y aun no has encontrado una agüita de la que abastecerte, mañana no tendrás agua si no te apuras.
Era el lagarto el que me hablaba, le había vuelto a crecer su tóxica cola. La primera vez que me encontré con él, yo acababa de llegar a aquel desierto y me encontraba en plena búsqueda de agua y comida. Por eso cuando lo encontré aquella vez, mi primer impulso fue comérmelo. Pero enseguida, al ver mis intenciones me habló, y en esa ocasión me dijo:
— Se prudente Rafael, ¿cómo sabes que mi carne no es tóxica?, podrías morir en un instante por esa imprudencia. Yo no puedo decirte si eso es así o no, porque nunca nadie me comió. Pero te puedo ofrecer mi cola para que pruebes, y después ya tomas una decisión según reaccione tu cuerpo.
Tenía hambre y sed, así que me llevé aquella cola que me ofrecían a la boca. Era bastante correosa, casi un chicle, pero iba soltando un amargo jugo que saciaba mi sed, y de a poquito la carne se iba desmenuzando entre mis muelas.
Estuve tres días tremendamente enfermo, hasta que al amanecer del cuarto día caí al lado de una Agüita. Esa fue la primera vez que tomé su agua, y la primera vez que me revivió una Agüita. Del lagarto no volví a saber nada hasta este momento.
Estoy un rato allí mirándolo en silencio, con la mente totalmente vacía, solo sintiendo como el sol cae por el horizonte…
— Rafael, ahora ya si se te hizo tarde, mañana no tendrás ni que comer, ni que beber.
Mi cabeza comienza a funcionar de nuevo, y me siento totalmente contra las cuerdas por culpa de las palabras de aquel lagarto. No me deja más opción que comérmelo.
Lo abro en canal y le saco las entrañas, me como su corazón y desecho el resto de sus órganos. Luego me como el resto de su cuerpo en un proceso de disección que me lleva toda la noche. Al amanecer, me trago su impertinente lengua, caigo enfermo. Quedo tirado al borde del precipicio, con mi mirada fija en la Venus, allá, en su península. Me voy consumiendo poco a poco. Lo primero que pierdo es el tacto, y con él, el dolor de mi piel en yagas y mis órganos autodevorándose. Luego se marcha el gusto, cosa que agradezco porque es una continua reposición de la amarga carne del lagarto. Perder La vista ya me duele más, porque anda clavada en las flores de la Venus, pero al final mis ojos quiebran como cristal, en mil pedazos. Y ya solo me queda el olfato, inundado de la fragancia de las flores de Venus. En el último aliento pasa que en vez de inundarme de la fragancia empiezo a girar sobre ella, y así es que me convierto en aire. Y de esa forma consigo volar de una manera que nunca imaginé, y puedo alcanzar la península de Venus, aunque eso ya no importa, porque ya no necesito nada de lo que ofrece.
Uno sabe como empieza, pero siempre es más divertido no saber cómo se termina.

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OVO, huevo, relatos, lagarto

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