Ya ni se el tiempo que llevo caminando por este desierto, igual siempre estuve aquí y mi recuerdo de otra vida llena de abundancia es solo el recuerdo de un sueño muy vívido. Soy nómada, por inercia y por necesidad. Solo camino en línea recta, lentamente, mirando las piedras del suelo, que durante las horas en las que está el sol más alto, me indican por las grietas de su superficie cual es la línea recta. O eso creo yo, de todas formas da igual.
El agua la obtengo de un pequeño arbusto que he venido a llamar Agüita. Si lo ves al final del día pareciera una inerte y muy porosa piedra pómez, por lo gris y lo intrincado de su ramaje falto de hoja. Pero por la mañana es de un verde de fondo de mar, incluso cuando el viento lo acaricia pareciera que es alguna corriente de agua la que lo mueve. Es también totalmente redondeado y sus ramas llegan hasta el suelo. Pero si levantas estas ramas verás que alberga un hueco alrededor de su rugoso y cónico tronco. Todas las noches, antes de irme a dormir busco uno de estos arbustos, uno que tenga buen tamaño, y enrollo una toalla alrededor de ese tronco. A la mañana aparece la toalla rebosante de agua. Con sumo cuidado exprimo cada gota de agua atrapada en la toalla en mi pequeña y vieja cantimplora. Casi siempre se llena, y ese es el agua que tengo para el día. Aprendí a las malas que debo cambiar de arbusto cada vez. Pasó que una vez estuve tres días seguidos sacando el agua de la misma Agüita. El primer día la planta amaneció verde, el segundo sentí que aunque verde, no se movía con el viento, al tercero amaneció como piedra pómez. Justo en ese amanecer se levantó un sonoro y extraño viento que me persiguió durante tres días, y que me obligaba a estar en constante movimiento en torno a la planta de Agüita que había secado. Sin dormir, agotado y sediento, me dejé morir al lado de la Agüita que había matado. No sé qué tiempo pasaría hasta que volví a resucitar, con el rostro empapado de agua. La Agüita estaba totalmente verde, y generosamente me prestó un poco de su vitalidad. Entendido el mensaje, recogí mis pocas cosas y continué mi viaje.
Mi único alimento lo obtengo de otro arbusto que llevo conmigo. El camina junto a mí, unidos por una cuerda. A veces el tira de mí, otras veces yo tiro de él, y algunas solo caminamos juntos, yo sumando pasos, el sumando giros. Durante la mayor parte del tiempo lo llamo Marte, por su esfericidad atormentada y rojiza, pero pasa con él que si a la tarde le echo agua se vuelve de un gris azulado, y le brotan unas hermosas florecillas de un embriagante perfume, entonces la llamo Venus, y me acuesto bien cerca de ella. A la mañana las florecillas se han convertido en unas ovaladas y verdes bayas. Las recojo y me alimento con ellas. Al poco vuelve a ser Marte, y a la mínima brisa ya está apurándome para emprender el viaje.
Y así transcurren mis días, de milagro en milagro. Hasta que un día, en mi eterno caminar, en uno de esos momentos de quietud extrema en los que soy yo quien tira de Marte, a lo lejos diviso algo parecido al brillo del agua. Según me voy acercando veo levantarse portentosas palmeras, que se mecen con alguna suave brisa que haría jugar a Marte deliciosamente. Sigo caminado al mismo paso, ya me es imposible tener otro. Mi cuerpo se ha acostumbrado tanto a mis escasos recursos que ya solo ese esfuerzo sabe hacer, ni más, ni menos. Ya mas cerca puedo sentir el frescor del agua en mi cara, limpiándome, dándole vida a mis agrietados labios, mis resecos poros. Mi cuerpo entero se embriaga con la sensación de sumergirse en agua, un recuerdo tan enterrado que ya había olvidado que existía. Y me fijo en mi sombra, y siento la sombra de la palmera, intermitente, racionando los rayos de sol que sobre mi caen. No hay amparo más hermoso. Y de seguido siento el néctar de las dulces támbaras pasas en mi boca, fundiéndose con el ácido crepitar de las támbaras maduras, convirtiendo ese denso néctar en fluida sangre que recorre todo mi cuerpo, haciendo latir todas mis células con un olvidado sentimiento. Y la sensación se convierte en artificial estimulante, y fuerzo mi cuerpo, y fuerzo mi mente. Y corro hacía aquel oasis de sensaciones, de posibilidades, y ni se la cantidad de proyecciones que se forjaron en mi imaginación hasta el momento que caí desmayado sobre un montón de tierra seca.
Cuando despierto allí está mi fiel Marte, que se había enredado, con la cuerda que lo unía a mí, alrededor de una hermosa Agüita, la más grande que había visto hasta el momento. Todavía persistía en el aire el perfume de Venus, y sobre mi cara caían las siempre resucitadoras gotas de aquella Agüita. Marte, comenzando a agitarse nerviosa por la nueva brisa, me ofrece sus milagrosas bayas. Tocaba emprender el camino de nuevo. Acongojado, sangrando vívidas sensaciones, continúo, y ya no sé si olvidar esos sentires y emociones borrando cualquier huella en la memoria, o dejar las cicatrices que me recuerden que hay dos cosas que de seguro existen en esta vida, los oasis y sus espejismos.

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